La Unidad Divina y Humana de Cristo
El propósito de las Sagradas Escrituras es de ayudarnos a conocer a Dios, que está más allá de la existencia humana.
En sus páginas, Dios se presenta a nosotros en Su asombrosa complejidad. Dios nos pide aceptarlo por fe, con ojos espirituales abiertos, y aprender a admirar Su belleza.
Al comienzo de esta trayectoria de descubrimiento, quizá la Deidad nos parece demasiado diferente a nosotros. Pero al buscar conocerle más y más, el que sobrepasa todo nuestro entendimiento, Se hace muy cercano. El mismo Hijo de Dios tomó forma humana, vistiéndose con todas las limitaciones de nuestra vida terrenal por un periodo de más de treinta años.
Y así como no podemos evadir el concepto de la Trinidad en la Biblia, también ella nos trae invariablemente cara a cara con un Dios en carne y huesos. El Creador de todo lo que existe, deseó participar personalmente en nuestra existencia. Él, que es más allá de la realidad que conocemos, se insertó en la nuestra para compartirse con nosotros.
Por esto, nuestra cuarta doctrina simplemente confirma lo que proviene de la Biblia: “Creemos que en la persona de Jesucristo se unen las naturalezas divina y humana, de manera que Él es verdadera y esencialmente Dios y verdadera y esencialmente hombre”.
Éste es otro concepto difícil de comprender que ha sido el centro de muchos debates desde el primer siglo. Los discípulos de Jesús, que lo habían visto caminar, comer, dormir, morir y resucitar de los muertos, no tuvieron dudas de Su doble naturaleza. Pero en las primeras generaciones de creyentes esta verdad causo preguntas y dudas… y aún rupturas en la familia de Cristo.
El Ejército de Salvación, tomando sus pautas de la larga historia de la iglesia, clarificó tempranamente que basamos todos nuestras creencias en la Palabra de Dios. Ella es la regla divina que dicta todas nuestras ideas y prácticas. Y en sus iluminadas página tenemos variados y amplios ejemplos que soportan esta verdad central.
Cada evangelio que describe el comienzo de la vida de Jesús lo hace en referencia a Su origen divino. En Lucas 1:35 (NVI), el ángel aclara para María el método de su embarazo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Así que al santo niño que va a nacer lo llamarán Hijo de Dios”.
Similarmente en Mateo 1:23, el ángel calma los nervios de José anunciando que su Hijo sería reconocido como Dios mismo: “La virgen concebirá y dará a luz un hijo y le llamarán Emanuel (que significa: «Dios con nosotros»)”.
Juan, que describe el comienzo del ministerio de Jesús con trazos más amplios, denotó Su naturaleza Divina: “En el principio ya existía el Verbo, el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios” (1:1) y Su venida desde el más allá: “Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo” (1:9). En ese mismo capítulo, Juan termina precisando la convergencia de lo divino en lo humano, presentándonos al Padre en el Hijo en Su totalidad aquí en la Tierra: “Y el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y contemplamos su gloria, la gloria que corresponde al Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad” (1:14).
Hay también varios ejemplos donde Jesús mismo habló claramente de Su preexistencia (Juan 8:58), Su progenitura por el Padre (Juan 16:28), Su plenitud Divina (Juan 14:9-10), y aun prometiendo Su continuada permanencia con nosotros después de Su retorno al Padre (Mateo 28:20).
En el resto del Nuevo Testamento varios escritores redactan la misma doctrina en sus cartas instruyendo a las nuevas congregaciones de feligreses. A los Colosenses, Pablo les advierte, “de que nadie los cautive con la vana y engañosa filosofía que sigue tradiciones humanas, la que está de acuerdo con los pincipios de este mundo y no conforme a Cristo. Porque toda la plenitud de la divinidad habita en forma corporal en Cristo…” (2:8-9, con énfasis añadido).
Más tarde, Pablo aconseja a los Filipenses que tengan la actitud “como la de Cristo Jesús, quien, siendo por naturaleza Dios, no consideró el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse. Por el contrario, se rebajó voluntariamente, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los seres humanos” (2:5-7).
Para mí, una de las cosas más bellas de confesar la humanidad y deidad de Jesús es que podemos tener una relación intima con Dios. Nuestro Salvador sabe de nuestras debilidades, conoce las dificultades que enfrentamos y perseveró brindándonos el mejor ejemplo de ser humano. Jesús tuvo hambre (Marcos 11:12), necesitó descanso (Lucas 8:22), Se conmovió por la multitud “sin pastor” (Marcos 6:34), lloró enfrentado con las dudas de Sus seguidores (Juan 11:35) y batalló contra Sus propios sentimientos antes de Ser llevado a la cruz (Lucas 22:41-44).
Cristo conoce todas las experiencias humanas, nos entiende entrañablemente pues caminó en la Tierra como cada uno de nosotros. Fue tentado en diferentes maneras y en varios tiempos. Aún más, fue visitado por dolores que no podemos imaginar y recibió uno de los castigos más físicamente agudos que han existido.
Sí, en verdad Dios es muy distinto a nosotros; pero tomó nuestra forma para salvarnos y comprobar que es posible vivir santamente. Dios comprende cada una de nuestras dificultades; por eso nos mandó al Salvador. Y en Él, Dios nos ha mostrado la manera de vivir victoriosamente.
Dios reveló Su amor para con nosotros en que, siendo divino, eligió ser humano. La Deidad se ofrece a Sí mismo para rescatarnos del pecado. El Hijo del Hombre ofrece Su santo modelo para que aprendamos a vivir como Él. En esta estrecha (e incalculable) combinación tenemos la solución a todos los problemas de la humanidad.